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Aquel día Claude Monet lloró tanto con los dos ojos que sus lágrimas lo llenaron todo. Sus sollozos alcanzaron los rincones más profundos del río Sena. Se limpiaba el rostro incesante, pero el fluir de sus pupilas perseveraba ante todo; tenía la cara mojada, la ropa húmeda, el tiempo inundado. El lugar era un estanque innavegable a los pies del hombre; sólo los lirios, nacidos de la tristeza del pintor, de su pasión, de su ceguera y de la tinta impregnada en sus manos, eran capaces de flotar en el vaivén de la corriente. Monet murió sin ver su jardín flotante terminado.

Dos estanques de pintura y nenúfares apaciguan las caminatas de la Rue des Tuleries en París. Los transeúntes dan paseos eclípticos alrededor de los embalses que Monet lloró; sus dos ojos están ahí. El Museo de la Orangerie es el mausoleo de la obra del artista. Monet pintó ocho cuadros con plantas flotantes como regalo al Estado francés por su triunfo en la Primera Guerra Mundial; a cambio, George Clemenceau, Primer Ministro, donó al amante de las flores un invernadero aledaño a la Plaza de la Concordia.

En 1927, cinco meses después del fallecimiento de Monet, el Museo de la Orangerie abrió sus puertas al público. Su obra no causó sensación: el Impresionismo había pasado de moda. Los cuadros del artista eran obsoletos, al igual que sus 16 años de trabajo. Críticos y espectadores tenían puesta la vista en una nueva corriente artística: el Expresionismo. Sin embargo, los nenúfares de Monet no se marchitaron, cada año florecieron bajo la sombra de los árboles, dentro del calor del invernadero.

Hablar del Museo de la Orangerie es hablar de Claude Monet, de París, Francia,  y es hablar de la afición de un hombre que durante 86 años pintó y cultivó un jardín donde la tristeza riega las flores y unas manos de óleo les coloran los pétalos. Les nymphéas o Nenúfares es la serie más importante del pintor, pero también la obra más significativa del arte abstracto.